Revista Qué Pasa, miércoles 13 de agosto de 2014
La risa
Es fácil leer a Parra como un humorista, aunque ése quizás sea su gran engaño. Desde Poemas y antipoemas hasta Hojas de Parra, desde susArtefactos hasta los Discursos de sobremesa, el humor de Parra es cualquier cosa menos humor.
© Marcelo Segura
En 1982, Nicanor Parra publicó un pequeño volumen llamado Poema y antipoema a Eduardo Frei. Construido en dos partes, si en la primera (el poema) presentaba una elegía sobre el mandatario fallecido, en la segunda (el antipoema), el texto explotaba, disgregándose hasta volverse una versión torcida del sentido obituario que parecía componer. Parra recordaba a Frei desde la parodia, poniendo en suspenso cualquier homenaje, convirtiendo aquella despedida en una escritura urgente e inevitable. “Dios lo tenga en su Santo Reino / y que descanse en paz naturalmente/ cómo se le ocurre que no”, anotaba Parra sobre Frei y es imposible no preguntarse si se estaba burlando del muerto, como si ocupase el papel de Fool, el bufón del rey Lear. Por supuesto, al final todo quedaba en manos del lector. En el poema, la interpretación era un acto democrático y el monumento era carcomido por la duda, acicateado por ese presente de 1982 que agrietaba cualquier aplauso cerrado, cualquier fe ciega.
Anoto eso ahora, a días del cumpleaños número cien de Parra, porque aquello es lo que me hace releer su obra; esa condición inquietante de una literatura que se resiste a sus propios clichés y sabotea, una y otra vez, cualquier idea preconcebida que se tenga de ella. Quizás porque quien la redacta es un pedagogo discontinuo, cuya lección es enfatizar justamente la contradicción entre la condición inasible de cualquier conocimiento y la claridad de la lengua con que se enuncia dicho problema. Ahí, todo humor, toda transparencia, es una trampa.
Porque la literatura de Parra es tristísima y desde hace un rato es imposible verla como otra cosa que no sea una meditación sobre cómo funciona el lenguaje y hasta dónde es posible tensarlo y destruirlo, para construirlo de nuevo: “La poesía es el arte de sacarle el jugo a un idioma”, anotó en un artefacto. Desde ese lugar, es fácil leer a Parra como un humorista, aunque ése quizás sea su gran engaño. Desde Poemas y antipoemas hasta Hojas de Parra, desde sus Artefactos hasta los Discursos de sobremesa, el humor de Parra es cualquier cosa menos humor. Es violencia y vacilación del sentido (“yo rompo con todo”, anotó en otro artefacto), algo que proyecta la sensación de estar dudando de cualquier posibilidad épica, algo más cercano a la amargura y a la violencia, a la desesperanza. De hecho, nada más basta pensar en esos poemas (“Los 4 sonetos del Apocalipsis”, que aparecen en Hojas de Parra, de 1985) donde todas las letras han sido reemplazadas por cruces como para ver algo desolador e intolerable, como si el chiste cediese a un espacio terrorífico. En ese texto ilegible, Parra es el último hombre de pie, el sepulturero del siglo, y el poema es lo que está bajo las cruces, eso que jamás vemos pero que nos conmueve porque ahí radica el sentido de su obra, su habilidad y su condena: el poema es un cementerio, la literatura es el arte de lo inconsolable.
Vuelvo al texto sobre Frei. En él está la prefiguración exacta de las imágenes de los presidentes de Chile que Parra colgó el año 2006 en el Centro Cultural La Moneda y que ahora se exhiben en la exposición Voy y vuelvo, en la biblioteca que lleva su nombre en la UDP. Cuando lo hizo por primera vez, Parra tenía más de noventa años. No era un punk adolescente sino alguien que avanzaba hacia cumplir un siglo de vida. Desde cualquier punto de vista, lo más conmovedor de la instalación era que hacía que la transgresión pudiese ser leída como un testimonio de la memoria afectiva de la república. En esa memoria, lo único que quedaba en pie eran esos retratos de cartón como simulacros de monumentos, como caricaturas de la historia, que repetían quizás algo que Parra había traducido de Shakespeare, apropiándoselo hasta convertirlo en su propia voz: “Moriré con la sonrisa en los labios / Como un novio ataviado para la boda. / Veréis con qué jovialidad / Acérquense acérquense. Soy rey. / No lo sabían los señores presentes?”.
Con eso, con esa instalación de cuerpos falsos que se llamaba El pago de Chile, Parra sugería que había que pensar su obra desde la meditación que hacía sobre el poder. Porque a Parra le interesa el poder. Le interesa saber cómo funciona, cómo su lenguaje se dobla y se quiebra, cuándo deja de funcionar. No en vano, tanto el Cristo de Elqui (esa voz alucinada suelta por el territorio) como el Lear, habían sido dejados a la intemperie del mismo, ambos máquinas parlantes que reproducían los discursos rotos de un universo acosado por la sensación de pérdida de cualquier sentido comunitario; gracias a un lenguaje violentado a tal punto que -a pesar de su claridad y cercanía aparentes- se volvió un objeto distante de sí mismo, una parodia monstruosa capaz de amarrar su propio universo del desconsuelo, esa geografía zurcida entre la sorna y la precariedad.
Porque Parra siempre estuvo ahí enseñándonos aquello incluso a pesar de sí mismo. No recordamos un mundo sin él, como sí lo hacemos con Neruda o Huidobro, con Mistral o Juan Emar. Para muchos de nosotros todo poema es un antipoema; no podemos distinguir una cosa de la otra, lo mismo que no podemos distinguir entre su obra literaria y su obra visual, entre sus discursos y las anotaciones sueltas de sus cuadernos y objetos encontrados. De este modo, nuestra percepción de la literatura y el arte se funda en la belleza de una contradicción que no se presenta como tal, en una paradoja cuyo sentido emerge de manera turbia, pero también inconsolable como una sola gran escritura sobre el tiempo y el paisaje. Aquello está en su obra completa, ese lugar hecho de ruinas, construido con los despojos de la historia pues se arma desde la insistencia en construir un mundo de escombros y combatir la melancolía de lo perdido, como si no le quedase más que convertirlo todo en una bitácora de la catástrofe. Pero aquello, en vez de lucir apocalíptico, bien puede ser una utopía sentimental del siglo XX. Ahí su voz es la de un fantasma vivo, la de un rey viejo abandonado en el páramo.
Ahí Parra ríe. Y la risa no es risa: ese páramo es Chile.
Anoto eso ahora, a días del cumpleaños número cien de Parra, porque aquello es lo que me hace releer su obra; esa condición inquietante de una literatura que se resiste a sus propios clichés y sabotea, una y otra vez, cualquier idea preconcebida que se tenga de ella. Quizás porque quien la redacta es un pedagogo discontinuo, cuya lección es enfatizar justamente la contradicción entre la condición inasible de cualquier conocimiento y la claridad de la lengua con que se enuncia dicho problema. Ahí, todo humor, toda transparencia, es una trampa.
Porque la literatura de Parra es tristísima y desde hace un rato es imposible verla como otra cosa que no sea una meditación sobre cómo funciona el lenguaje y hasta dónde es posible tensarlo y destruirlo, para construirlo de nuevo: “La poesía es el arte de sacarle el jugo a un idioma”, anotó en un artefacto. Desde ese lugar, es fácil leer a Parra como un humorista, aunque ése quizás sea su gran engaño. Desde Poemas y antipoemas hasta Hojas de Parra, desde sus Artefactos hasta los Discursos de sobremesa, el humor de Parra es cualquier cosa menos humor. Es violencia y vacilación del sentido (“yo rompo con todo”, anotó en otro artefacto), algo que proyecta la sensación de estar dudando de cualquier posibilidad épica, algo más cercano a la amargura y a la violencia, a la desesperanza. De hecho, nada más basta pensar en esos poemas (“Los 4 sonetos del Apocalipsis”, que aparecen en Hojas de Parra, de 1985) donde todas las letras han sido reemplazadas por cruces como para ver algo desolador e intolerable, como si el chiste cediese a un espacio terrorífico. En ese texto ilegible, Parra es el último hombre de pie, el sepulturero del siglo, y el poema es lo que está bajo las cruces, eso que jamás vemos pero que nos conmueve porque ahí radica el sentido de su obra, su habilidad y su condena: el poema es un cementerio, la literatura es el arte de lo inconsolable.
Vuelvo al texto sobre Frei. En él está la prefiguración exacta de las imágenes de los presidentes de Chile que Parra colgó el año 2006 en el Centro Cultural La Moneda y que ahora se exhiben en la exposición Voy y vuelvo, en la biblioteca que lleva su nombre en la UDP. Cuando lo hizo por primera vez, Parra tenía más de noventa años. No era un punk adolescente sino alguien que avanzaba hacia cumplir un siglo de vida. Desde cualquier punto de vista, lo más conmovedor de la instalación era que hacía que la transgresión pudiese ser leída como un testimonio de la memoria afectiva de la república. En esa memoria, lo único que quedaba en pie eran esos retratos de cartón como simulacros de monumentos, como caricaturas de la historia, que repetían quizás algo que Parra había traducido de Shakespeare, apropiándoselo hasta convertirlo en su propia voz: “Moriré con la sonrisa en los labios / Como un novio ataviado para la boda. / Veréis con qué jovialidad / Acérquense acérquense. Soy rey. / No lo sabían los señores presentes?”.
Con eso, con esa instalación de cuerpos falsos que se llamaba El pago de Chile, Parra sugería que había que pensar su obra desde la meditación que hacía sobre el poder. Porque a Parra le interesa el poder. Le interesa saber cómo funciona, cómo su lenguaje se dobla y se quiebra, cuándo deja de funcionar. No en vano, tanto el Cristo de Elqui (esa voz alucinada suelta por el territorio) como el Lear, habían sido dejados a la intemperie del mismo, ambos máquinas parlantes que reproducían los discursos rotos de un universo acosado por la sensación de pérdida de cualquier sentido comunitario; gracias a un lenguaje violentado a tal punto que -a pesar de su claridad y cercanía aparentes- se volvió un objeto distante de sí mismo, una parodia monstruosa capaz de amarrar su propio universo del desconsuelo, esa geografía zurcida entre la sorna y la precariedad.
Porque Parra siempre estuvo ahí enseñándonos aquello incluso a pesar de sí mismo. No recordamos un mundo sin él, como sí lo hacemos con Neruda o Huidobro, con Mistral o Juan Emar. Para muchos de nosotros todo poema es un antipoema; no podemos distinguir una cosa de la otra, lo mismo que no podemos distinguir entre su obra literaria y su obra visual, entre sus discursos y las anotaciones sueltas de sus cuadernos y objetos encontrados. De este modo, nuestra percepción de la literatura y el arte se funda en la belleza de una contradicción que no se presenta como tal, en una paradoja cuyo sentido emerge de manera turbia, pero también inconsolable como una sola gran escritura sobre el tiempo y el paisaje. Aquello está en su obra completa, ese lugar hecho de ruinas, construido con los despojos de la historia pues se arma desde la insistencia en construir un mundo de escombros y combatir la melancolía de lo perdido, como si no le quedase más que convertirlo todo en una bitácora de la catástrofe. Pero aquello, en vez de lucir apocalíptico, bien puede ser una utopía sentimental del siglo XX. Ahí su voz es la de un fantasma vivo, la de un rey viejo abandonado en el páramo.
Ahí Parra ríe. Y la risa no es risa: ese páramo es Chile.
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