Por aquel tiempo yo rehuía las escenas demasiado misteriosas.
Como los enfermos del estómago que evitan las comidas pesadas Prefería quedarme en casa dilucidando algunas cuestiones Referentes a la reproducción de las arañas, Con cuyo objeto me recluía en el jardín Y no aparecía en público hasta avanzadas horas de la noche; O también en mangas de camisa, en actitud desafiante, Solía lanzar iracundas miradas a la luna Procurando evitar esos pensamientos atrabiliarios Que se pegan como pólipos al alma humana. En la soledad poseía un dominio absoluto sobre mí mismo, Iba de un lado a otro con plena conciencia de mis actos O me tendía entre las tablas de la bodega A soñar, a idear mecanismos, a resolver pequeños problemas de emergencia. Aquellos eran los momentos en que ponía en práctica mi célebre método onírico, Que consiste en violentarse a sí mismo y soñar lo que se desea, En promover escenas preparadas de antemano con participación del más allá. De este modo lograba obtener informaciones preciosas Referentes a una serie de dudas que aquejan al ser: Viajes al extranjero, confusiones eróticas, complejos religiosos. Pero todas las precauciones eran pocas Puesto que por razones difíciles de precisar Comenzaba a deslizarme automáticamente por una especie de plano inclinado, Como un globo que se desinfla mi alma perdía altura, El instinto de conservación dejaba de funcionar Y privado de mis prejuicios más esenciales Caía fatalmente en la trampa del teléfono Que como un abismo atrae a los objetos que lo rodean Y con manos trémulas marcaba ese número maldito Que aún suelo repetir automáticamente mientras duermo. De incertidumbre y de miseria eran aquellos segundos Es que yo, como un esqueleto de pie delante de esa mesa del infierno Cubierta de una cretona amarilla, Esperaba una respuesta desde el otro extremo del mundo, La otra mitad de mi ser prisionera en un hoyo. Esos ruidos entrecortados del teléfono Producían en mí el efecto de las máquinas perforadoras de los dentistas, Se incrustaban en mi alma como agujas lanzadas desde lo alto Hasta que, llegado el momento preciso, Comenzaba a transpirar y a tartamudear febrilmente. Mi lengua parecida a un beefsteak de ternera Se interponía entre mi ser y mi interlocutora Como esas cortinas negras que nos separan de los muertos. Yo no deseaba sostener esas conversaciones demasiado íntimas Que, sin embargo, yo mismo provocaba en forma torpe Con mi voz anhelante, cargada de electricidad. Sentirme llamado por mi nombre de pila En ese tono de familiaridad forzada Me producía malestares difusos, Perturbaciones locales de angustia que yo procuraba conjurar A través de un método rápido de preguntas y respuestas Creando en ella un estado de efervescencia pseudoerótico Que a la postre venía a repercutir en mí mismo Bajo la forma de incipientes erecciones y de una sensación de fracaso. Entonces me reía a la fuerza cayendo después en un estado de postración mental. Aquellas charlas absurdas se prolongaban algunas horas Hasta que la dueña de la pensión aparecía detrás del biombo Interrumpiendo bruscamente aquel idilio estúpido, Aquellas contorsiones de postulante al cielo Y aquellas catástrofes tan deprimentes para mi espíritu Que no terminaban completamente con colgar el teléfono Ya que, por lo general, quedábamos comprometidos A vernos al día siguiente en una fuente de soda O en la puerta de una iglesia de cuyo nombre no quiero acordarme. |
martes, 30 de julio de 2013
LA TRAMPA
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